El chico escuchó en LT24 el poema que leía la locutora y se sintió tan tocado que, incluso antes de que la locutora terminara de leer, se puso a escribirlo. No le importaba robarlo. Lo robaba y a la vez le ponía su espíritu: su entusiasmo.
Días después, le leyó a un profesor un poema de José Pedroni (“cualquiera puede escribir esto”, dijo el profesor), tres poemas que había escrito en estilo dadaísta (“muchos pueden escribir esto”) y ese poema arrebatado, en que describía cómo se despertaba una mañana y abría la ventana que daba al fondo de su casa. La impresión del poema era el descubrimiento de un día, tan único como un animal del que existe sólo uno, y a la vez repetido hasta el infinito. Su madre tendiendo la ropa, un auto que pasaba por la calle, el ladrido de un perro, su hermana peinándose frente al espejo, el perfume de las glicinas pertenecían a un instante singular y a la vez eran eternos. “Esto, poca gente lo puede escribir”, dijo el profesor.
Ese profesor era el profesor particular de inglés del chico. Y era un cura, Denis Fitz Patrick, irlandés de nacimiento, ordenado sacerdote cuando ya era un hombre hecho, adoptado por el mundo como peregrino, con escalas en Damasco, Rosario, Goya, el Gran Buenos Aires, París, Pergamino ahora, San Nicolás.
A las pocas semanas de comenzar a dar clases al chico y su hermana en la casa de éstos, ya lo esperaba la barra de amigos del chico. Aquellos muchachitos de la ENET 1 adoraban confrontar con el cura. Ellos, como sus padres, celebraban a los militares que habían sacado campeón a la Argentina unos meses antes y el cura les advertía que los militares de la dictadura eran unos asesinos empedernidos. Ellos eran felices porque era posible comprar dos televisores en Miami y él despotricaba contra el capitalismo. Polemizaban sobre política, sobre filosofía, sobre religión (muchísimo), sobre cine (no soportaba a Robert Powell: “un Cristo inglés, ¡por favor!”), sobre música (los chicos le hacían escuchar Pink Floyd, La Máquina de Hacer Pájaros y Kiss y él opinaba sobre todo).
Era receptivo a los adolescentes como lo era en su parroquia del barrio San Francisco. Durante las misas había perros durmiendo y chicos con mocos y gallinas que caminaban por el pasillo central, y el momento de darse la paz era eterno, porque todo el mundo saludaba a todo el mundo y todos iban a darle un beso al cura. Daba el sermón hablando cruzado, de blanco radiante, mientras el canto de los horneros entraba por las ventanas.
Aquellos chicos amaban el debate y el cura también. Había poca discusión en sus familias, ninguna en la escuela y en el país los díscolos eran desaparecidos y torturados hasta la muerte. Pero aquellas tarde del invierno bravo de 1979 el cura daba a esos amigos unas batallas apasionadas e interminables, que duraban hasta que la madre del chico los sorprendía al regresar de Somisa, con Queen a todo volumen, todos a los gritos y sin haber cenado.
En los años que fueron llegando, el chico pudo hacerse hombre con el aliento que le dio aquel cura. Quizás Denis supiera que alentar a un chico es sembrarle el Espíritu Santo. Lo que es precisamente la misión que Jesús le encargó a quienes tenían fe en lo que decía. Es más que un asunto de moral, más que un magisterio, mucho más que crear culpa. Es sembrar la semilla de mostaza. El cura pescó al chico. ¿Para qué? Para el inconformismo.
Para que no pueda dormir si hay un amigo que sufre.
Para que no pueda respirar mientras haya pobres que vivan indignamente y ricos que desperdicien comida.
Para que no pueda descansar si hay en todo el mundo un solo chico con hambre.
viernes, 9 de mayo de 2008
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