sábado, 28 de abril de 2007

Indomesticable Patricia

Siempre escuché la calificación “¡póobre!” en nuestra familia: el “¡póobre!” Ricardo, que no tiene casa, el “¡póobre!” Edgardo, que sufre por estar lejos, la “¡póobre!” Celia, con ese yerno, el “¡póobre!” Gustavo, que está solo. Siempre la escuché, pero últimamente la escucho más seguido.
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En algún momento protesté porque este “¡póobre!” se aplica a quienes padecen un sufrimiento que les cayó de arriba, tanto como a quienes pagan el precio de una decisión. No es el mismo “¡póobre!” Héctor, a quien le tocaron unos padres trituradores, que “¡póobre!” Gustavo que está solo, porque la soledad es parte de la vida que eligió. No es “¡póobre!” Marisa por trabajar mucho, si es que trabaja “tanto” porque decide hacerlo.
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Escucho más “¡póobre!” en estos tiempos en que los lazos entre los Lorenzo se debilitan. Creo que se busca con el “¡póobre!” mantener las relaciones. El pobre carece, lo que es una oportunidad de darle y así se establece un intercambio y una dependencia.
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Chela fue “¡póobre!” desde que se ahogó Carlos Carrere, su marido. Mucho más víctimas fueron sus hijas. Pero Chela se puso el cartel “¡póobre!” y Patricia no. Jamás dio pena, jamás se quejó, jamás lloró miseria. De chico, me impresionó esta escena: varios meses después de la muerte de Carlos, entró Luisito en la casa donde vivíamos, con unos anteojos oscuros parecidos a los que usaba Carlos. Patricia lo vio, lo miró unos segundos y le dijo “papi”. Patricia tenía dos años. Se me pueden acongojar las tripas de la pena pensando en ese momento, pero lo que no me causa es lástima, porque toda la vida Patricia se tomó lo peor que le tiró el puto Dios con una entereza, hasta con un desaire, muy valerosa. Es una diferencia radical que ha tenido con su entorno. Chela decía de ella “es Carrere”, no para enaltecerla, sino para hostigarla, y Patricia respondía con rebeldía y una impertinencia que era su única defensa. Qué me importa, decía. Yo intuía que Patricia estaba enseñándome algo. Pensaba “qué bueno que es ser Carrere”. El hermano de Carlos, Beto, era un gordo macizo y bestial; fabricaba chorizos y tenía un jeep todo de hierro macizo, terriblemente frío e incómodo. La abuela Leonides tenía atada una mona, y una tortuga gigantesca en un tanque de combustible lleno de agua. Las hermanas gritaban unas carcajadas que se alejaban metiéndose en toda la casa, en una de cuyas habitaciones había una tatarabuela que tenía como 170 años. Yo me figuraba que eran gente que descendía directamente de unos franceses prehistóricos, capaces de cualquier cosa, unos temerarios sin medida y sin ley.
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¿Qué era verdad de todo eso? Cuando me enteré de que no eran franceses sino italianos, temí que el cuadro que me había hecho fuera una pura fantasía, pero con el tiempo aprendí que hay fantasías que dicen mejor la verdad que las descripciones más exactas de los científicos. La verdad en este caso es que Patricia eligió no ser una “¡póobre!”
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Bravo por ella.

1 comentario:

Gal dijo...

Recuerdo haber oído historias de la rebeldía de Patricia.
Mi mamá siempre contaba que cuando Patricia iba al jardín, se negaba a tomar la leche que le servían y que todos los días, repetía el mismo ritual, tiraba el contenido de la taza por la ventana. Ojalá hubiera tenido yo el valor de hacer algo así alguna vez en mi triste infancia.
Los valientes siempre tienen que pagar un precio muy alto por la rebeldía y el coraje.
Los valientes, que no dependen de nada y de nadie, terminan por desbaratar del mecanismo del poder.